Mi acercamiento al textil partió hace muchos años cuando tenía 9 o 10 años y mi abuela me enseñó a bordar en punto cruz, pasábamos mucho tiempo bordando juntas, soy de Angol un pueblo pequeño en la región de la Araucanía, donde los inviernos son muy largos por ende prevalecen las actividades caseras.

Nunca me había planteado o había considerado la posibilidad de vivir de eso, por lo que veo ahora a nuestra generación, nos inculcaron que la única forma de surgir y de salir adelante en la vida era estudiar una carrera universitaria y no cualquiera, una rentable, porque carreras más cercanas al arte o hasta lo más humanista no es para cualquier hijo de vecino, si no para la gente con más plata y contactos (lamentablemente en este país hay mucho de eso aun). Por lo que tomar el textil, el bordado o cualquier otra expresión artística, estaba más en el ámbito del “pasatiempo” y no de una dedicación “real”. Así que como típica millenials estudié Ingeniería Comercial en Santiago, ciudad en donde estudié y trabajé por 10 años.

Durante mis últimos años en Santiago volví a dejar parte del poquísimo tiempo libre del que disponía para bordar y aprender nuevas técnicas. En ese tiempo mi suegra me enseño Crewel y empecé a bordar, en cada

minuto que tenía libre, que era muy poco, llegué al extremo de levantarme en las mañanas más temprano para alcanzar a bordar algo, como la gente que madruga para hacer ejercicio.

Y encontré mi paz, mi momento feliz del día, sentía y siento justamente lo que describe la gente que medita, o hace yoga, porque realmente bordado se llaga a un estado meditativo, en donde uno se enfoca en el presente y deja descansar la mente, mientras crea y expresa emociones reprimidas.

Ahora vivo en Pinto, región de Ñuble, acá hay otro ritmo y puedo dedicarme más al bordado y al textil en general y mi momento feliz se multiplicó, eso junto con más tranquilidad, tiempo y paz, conllevó a que la creatividad aflorara y eso se contagia y se notara en todos los aspectos de la vida.